“Escúchame, acercaros un momento.
Yo quiero deciros sólo una cosa.
Os voy a contar algo como un cuento.
Que se llama la calle peligrosa.
Donde siempre tienes que estar atento.
La policía por aquí te molesta.
Y te van a querer meter dentro.
Porque el chico de la calle lo detesta.
Y tenéis que saber qué hacer.
Cuidadito no vayas a entrar.
A un mundo donde puedes ver,
lo que nunca podrías imaginar.”
Canción Un cuento de Morad.
Y volvió a pasar. Es domingo. Un día soleado. Llega el buen tiempo y en esta ciudad hace especialmente frío. Así que se agradece el buen tiempo.
“Chicas, ¿os acordáis de M del insti?”. Recibo el mensaje.
Mi cuerpo empieza a temblar. Me estoy preparando la comida. El olor hace que me entre náuseas.
“¿Qué le ha pasado?” Envío con un emoticono de cara triste.
Sabía que algo malo había pasado. Entre los pensamientos que me pasaron por la cabeza deseé el de “Se ha casado con alguien que conocemos”. Pero no. Mis pensamientos catastróficos eran más recurrentes. Mi mente entró en modo supervivencia hace tiempo.
“Ha muerto” responde mi amiga.
A pesar de que sabía que esa iba a ser la noticia, mi cuerpo tembló aún más. Y la ansiedad se me disparó.
Y volvió a pasar. El tercer chaval muerto en los últimos 3 años. Una muerte evitable. Y me viene a la mente un texto que escribí pensando, inocente de mí, que eso formaba parte de mi memoria. El texto surgió de manera accidental. Estaba leyendo un artículo sobre los quinquis. Era una crítica a su romantización tardía y una interpretación contextual y material que daba sentido a lo «quinqui». En la introducción del texto decía:
“Que se nos mueran los jóvenes resulta inaguantable para cualquier sociedad que aún tenga un hueso sano. Su muerte por definición carece de sentido. Da igual que los maten de hambre, por su sexo o color o que se mueran cruzando los mares, las fronteras. Da igual que se dejen matar por un dios, una bandera o por un puñado de dólares. Nada hay que pueda tapar el agujero que deja un joven cuando muere. Ni un ser inexistente en una nube, ni un trapo de colores, ni algunos fragmentos de papel o de metal lo taparían. Somos el tiempo que nos queda. Y una muerte injusta es siempre una muerte antes de tiempo.”
Estas palabras me impactaron por llevarme al presente, a mi presente, a estas muertes antes de tiempo que dejaron un agujero en el espacio tiempo que nunca más será llenado.
Hará justo dos años que murió un chaval de mi barrio. De esos con los que te juntabas de pequeña. Jugábamos a polis y a cacos, montábamos cabañas, hacíamos hogueras en San Juan, nos colábamos en lugares abandonados. Éramos pandilla. Y de dónde veníamos no importaba tanto. Al menos, entonces. En esos momentos el barrio era nuestra casa. Un lugar de diversión donde pasábamos horas. Cuando el barrio se convirtió en un lugar hostil, ya sólo nos encontrábamos de casualidad. A veces nos saludábamos. Otras no. Ya sí importaba de donde veníamos. Pero su muerte me dejó helada.
Unas semanas después, murió otro chaval del barrio de al lado. De hecho, este fue al entierro del primero. Me dijo mi hermano que la última imagen que tiene de él es despidiéndose en el entierro. Como una premonición. En este caso lo conocía del insti. El típico chaval que se lleva bien con todo el mundo. Cha3bi (popular) como diríamos mgharba (la diáspora marroquí). Pero en un insti como aquel sabías que muchas oportunidades no ibas a tener. Típico insti de la periferia. Donde la mayoría éramos de familias obreras, más bien pobres. Cada vez éramos más de familias migrantes. Estos eran los más duros, el temor que suscitaban en el instituto era admirable. Al menos para mi que mi hermano mayor tuvo que interceder alguna vez por mi. Las moras en cambio éramos más bien rechazadas. Ellos pudieron girar la tortilla ante el racismo imperante. Pero este chaval no era de los que infundían temor. Quizá el trabajo hecho por su hermano mayor le facilitó el camino. Él se llevaba bien con todo el mundo. Su muerte me dejó aún más helada. Quizá porque compartíamos la herencia de lghorba (el duelo migratorio)de nuestros padres. Una lghorba que hizo que en su memorial los vecinos del barrio se quejasen al ayuntamiento porque habían puesto una bandera de Marruecos. Ni muertos descansamos en paz. También porque las condiciones de su muerte fueron aún más traumáticas.
Ambas muertes nos impactaron mucho. Dejaron un vacío lleno de posibilidades. Dejaron familias destrozadas. Pero también hubo mucho juicio acerca de cómo y por qué murieron. Me jodió especialmente que todxs, o la gran mayoría, se pensaron exentos de responsabilidad. “Ellos se lo buscaron”. Como si fuesen champiñones que nacen de la tierra y crecen por sí mismos. Incluso los champiñones han necesitado de la tierra y del agua para sobrevivir. El contexto pesa más que la fuerza de voluntad. Y aunque haya cierta corriente del feminismo que sostiene el todo-poderío del Hombre lo cierto es que muchos hombres también son víctimas del patriarcado, en el sentido más cruel de la palabra. Estos lo eran. Muertes prematuras del racismo y el capitalismo.
Nadie lo llamó por su nombre: fueron asesinados. Y las probabilidades de una muerte prematura venían dadas desde la cuna. Chavales de barrio, de clase obrera, donde las opciones de ocio son, literalmente, nulas. Donde las opciones de salir del barrio son quebradas des del sistema educativo. Chavales constantemente bajo sospecha. Para mi siempre serán muertes causadas por el sistema. Sin explicación sofisticada ni elaboración teórica. Las condiciones materiales y la violencia que los rodea dejan escapar a pocos. Y ellos no solamente no escaparon, sino que su final fue de los peores posibles. Por eso, esas palabras sobre la juventud quinqui, hoy me resuenan especialmente.
Decía un youtuber con burla que los quinquis han evolucionado a MDLRs. No, precisamente la juventud quinqui murió. Y eso no debería ser objeto de burla. Al revés. Se está alertando sobre la salud mental de la juventud actual. Trabajos precarios e inestables. Alquileres inasumibles. Un ocio como salvoconducto, para algunos. Para otros un salvoconducto sin retorno. Otros, chavales de barrio de familias migrantes, todo lo anterior ni siquiera forma parte de su universo simbólico.
“Lo peor está por venir” escribí en el prólogo de un libro. Y sí, tenía mucho que ver con el empeoramiento de las condiciones de vida de la juventud racializada que hemos convivido con el odio de la sociedad hacia nuestros padres. Y hacia nosotros mismos. Un odio que hemos interiorizado. Que hemos visto como la explotación laboral se los ha ido comiendo poco a poco. ¿Y esperan que sus hijos cojan el mismo camino? Algunos optan por una dignidad mal entendida. Callejones sin salida.
“Lo peor está por venir” escribí, también como potencialidad. “El mundo tal y como lo conocemos no es solamente resultado del poder, sino también de las luchas que hemos librado contra él.” Escuché a alguien decir. Y es cierto. A veces parece que somos peones ante el capital. Pero sería injusto anular que hay una posibilidad de un mundo un poquito mejor del que tuvieron que huir estos chavales y de los que huyen muchos jóvenes hoy en día. También muertes evitables.
Hoy lloro por ellos, por otra trágica muerte. Y escribo esto a modo de desahogo. Pero también para que sus nombres queden aquí. No como recuerdo. Sino como recordatorio de lo que nos jugamos. Por responsabilidad histórica de quienes pudimos tener algo más. Por ellos. Por JL, IO y ME. Allah irehmom (que Allah los tenga en su gloria). Por los chicos de barrio que el sistema mató. Seguiremos luchando para que el barrio vuelva a ser casa. In sha Allah. Cómo llevaremos a cabo esa lucha, ese es otro capítulo.