Son las doce de la noche. Alterno la lectura del libro “La alteridad domesticada”, de la socióloga Belén Fernández, con los comentarios en Twitter (X). Hay uno que me llama la atención en estos momentos. Se trata de la denuncia pública que hace Sukaina Fares aka “La voz de la infiel” contra el acoso que están recibiendo ella y sus compañeras activistas en las redes sociales, por posicionarse contra el genocidio y la ocupación israelí. No conozco de nada a Sukaina. Lo único que sé de ella es lo que aparece en los medios de comunicación en los que le dan un espacio importante para hablar de su recorrido personal, como atea de familia musulmana, y de su activismo, centrado en ayudar a las jóvenes descendientes de la migración marroquí a que se emancipen de su entorno religioso, por considerarlo machista y opresor.
Las diferencias entre la corriente feminista de origen norteafricano que ella encarna, que bebe del feminismo blanco ilustrado e incorpora las tesis culturalistas, y el antirracismo político de un sector del colectivo musulmán en el que me sitúo, son notables. Nuestros enfoques, prioridades, estrategias y análisis políticos son opuestos. Esta corriente del feminismo blanco ilustrado denuncia que es el propio “islam” el que crea las condiciones de violencia que vivimos las mujeres por ser musulmanas. El uso impreciso de “islam” en sus discursos, como pieza comodín, hace las delicias de la izquierda blanca paternalista, ávida de mantener su supuesta superioridad moral. Y basa toda su legitimidad y autoridad en su origen norteafricano, en sus traumáticas experiencias personales, dentro de una lógica neoliberal de los discursos del sufrimiento.
A su vez, esta corriente denuncia, aunque solo lo hace de manera tangencial y puntual, el racismo que sufren sus integrantes por ser de origen norteafricano y ser percibidas como musulmanas, a pesar de que se declaran abiertamente ateas. Así, su razonamiento es el siguiente: el islam es patriarcal, las mujeres musulmanas solo podemos liberarnos si, y solo si, renegamos del islam. No hay otra vía posible. Si se sufre racismo, es por culpa de la actitud machista, violenta y dogmática de los hombres musulmanes y de sus cómplices, las mujeres musulmanas con hiyab, porque lo alimentan al darle argumentos.
El antirracismo político, en cambio, no es beligerante contra la religión, no está pendiente de agradar a una audiencia feminista, que solo concibe la liberación bajo la premisa de liberarse de la religión por ser “el opio del pueblo” (por utilizar una expresión truncada y manida de la izquierda blanca). Para el antirracismo político, es necesario identificar las causas estructurales, en lugar de basarse en supuestos esencialistas y limitarse a constatar que, efectivamente, hay machismo y violencia intracomunitarios, al igual que en el resto de la sociedad. Si no se combate el capitalismo, el imperialismo y el colonialismo, entonces, el patriarcado y el racismo se mantendrán intactos. El racismo institucional y de Estado, el imperialismo y sus guerras, el colonialismo actual y sus lógicas continuistas en España, obligan a los musulmanes a resistir, aunque no siempre sea de la forma esperada por los defensores de un humanismo aséptico y equidistante.
Nuestras rivalidades políticas se evidencian, además, por el apoyo incondicional que brinda el stablishment a esta corriente del feminismo blanco ilustrado y por la evidente defensa de las políticas integracionistas, en su versión asimilacionista. Está claro que, si cuentas con los apoyos políticos, mediáticos y culturales hegemónicos, tu enfoque no pretende subvertir el orden establecido, sino integrarte, reivindicar tu parte y exigir tu cuota de reconocimiento en un sistema jerárquico racial.
Y vamos llegando al punto al que quería llegar. El ataque que han recibido Sukaina y las activistas de esta corriente del feminismo blanco ilustrado por defender una postura antisionista, por denunciar el genocidio y la ocupación perpetrados por Israel, tiene que ver con que se han salido del guion. La blanquitud les había asignado un papel muy concreto. Debían denunciar a toda costa el islam, el machismo “islámico” pero, se han atrevido a no limitarse a condenar a Hamás, en nombre de la defensa de las mujeres palestinas, en nombre del feminismo universalista. Momentáneamente, han roto el pacto tácito que les une a la blanquitud. Por ello, a pesar de las grandes diferencias que nos separan y de que su proyecto sea un instrumento del feminismo blanco para boicotear la autonomía política de los musulmanes, aplaudo esa traición a la blanquitud y denuncio los ataques que están recibiendo.
La asimilación no nos protegerá de la violencia. Eso es algo que saben muy bien los musulmanes, árabes y negros de otros países europeos como Francia e Inglaterra, en los que el antirracismo político cuenta con un largo recorrido y un apoyo cada vez mayor entre los jóvenes no blancos.
El quietismo es una postura complaciente y cobarde.
El colectivo musulmán en España está bastante despolitizado, no existe una autonomía política y hay una aceptación general de las políticas integracionistas-asimilacionistas estatales y autonómicas, como falsa promesa para conseguir ascender socialmente. Es necesario que debatamos sobre todas estas cuestiones, sobre cómo vamos a enfrentarnos al refuerzo de las políticas racistas. El quietismo es una postura complaciente y cobarde.
Como en una especie de guiño cómplice entre mi texto y “La alteridad domesticada”, llego a las últimas páginas del libro: “El “discurso del fracaso de los modelos” [de integración] provocó un refuerzo y puso el acento en el esfuerzo que deben hacer los “eternos inmigrantes” para su inclusión”. Es evidente que los esfuerzos nunca van a ser suficientes y que la blanquitud no perdona la más mínima traición.